MI BIGOTE
Entramos presurosas
de recreo a tomar la próxima clase. La
hermana me llama y me dice suave y dulcemente:
—Olguita,
vete a lavar la boca que la tienes sucia como de
helado de chocolate.
Yo,
que hacía años que no probaba un helado de ese
tipo, pues en el colegio los helados, según
nuestras malas lenguas de estudiantes
traviesas, eran agua pintada de rojo o amarillo con
un ligero sabor a azúcar parda, me sentí un
poco extrañada pero niña “obediente” al
fin me dirijo al jardín, tomo la manguera y me lavo
la boca.
Regreso
al aula: la hermana me observa y me dice (ya no tan
suave ni dulcemente):
—Olguita,
¿no te acabo de decir que te vayas a lavar la boca?
—Pero
si va lo hice —le contesto extañada.
—¡Pues
peor que peor! —me dice la monja—. ¿Cómo es
que una muchacha tan grande no sabe lavarse bien?
Vaya de nuevo al patio y estrújese la boca
fuertemente.
Desconsolada,
vuelvo a repetir la misma operación. Regreso al
aula y me siento en mi pupitre. La monja me mira
enojadísima: se acerca a mí, toma su pañuelo
y comienza a pasármelo fuertemente por mi boca
diciendo:
—¡Pero
esto es el colmo, que tú no sepas quitarte el sucio
de la boca! ¡qué barbaridad!... oh, pero... ¿qué
pasa? Este sucio no se quita.
Y
yo, cayendo al fin en cuenta de que lo que ella
trataba de quitarme, era una ligera mancha
marron que me había salido encima del labio
superior, debido a una hepatitis que había sufrido
hacía unos años, le digo con aire de Colón,
cuando descubrió a América:
—Pero
hermana, eso que usted trata de quitarme no es un
sucio, sino una mancha.
—¿Ah
sí? —contesta la monja turbada—, ¿una
mancha?... ¡Ah bueno... ya me parecía a mí!...
Pues anda, no pierdas más tiempo y acaba de
aprenderte la lección que ya la voy a preguntar y a
ti se te ha ido la mañana en pasear por el jardín
y lavarte la cara.
P. S. A
esa hermana, a los pocos meses, le recetaron unos
espejuelos... ¡naturalmente!
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